viernes, 20 de mayo de 2011

Accidentes en las cocinas (III)

La primera enseñanza que te inculcan en la parte práctica del servicio, es que los platos tienen que quemar, que tienes que cogerlos llorando y decorarlos con los mocos que te escurren (y la sangre de la mano cuando la despegas y se te queda media epidermis pegada al plato).

Y creeréis que es una broma, pero no sería la primera vez que con la primera comanda vemos que el calientaplatos, también llamado mesa caliente, de toda la vida, está más frío que una uña (por ejemplo). En ese momento se te pasan mil cosas por la cabeza.
"¿Tocará el plato el profesor? Igual puedo colársela"
"Um... Um... Me apetecen rosquillas"
"¿Qué hago?"

Demasiado tarde, el maestro se ha percatado de tu cara de limón, de cómo te estás mordiendo hasta las uñas de los pies, de tu cara de absoluto terror antes las inminentes consecuencias de tu olvido...

Entonces hay dos soluciones: meter el plato bajo la salamandra, que es rápido como ello solo, o, si ni siquiera la salamandra está caliente, entonces meterlo al horno.

Y ahora vamos con la historia... Nos habrá pasado mil veces, pero recuerdo una con especial amor, ya que, tras el incidente, el profesor fue a por mi porque en medio del servicio me dio un ataque de risa ineludible, y ahora mismo entenderéis porqué.

Claro, metes el plato en la salamandra y te dices... Ya que la he liado parda, al menos voy a ir adelantando lo demás, a ver si el plato sale volando y así no me matan más... Pero olvidas que tienes Alzheimer, y con ello, que el plato está en la salamandra...

Al cabo de diez horas, redondeando, lo sacas de la salamandra, pones una tira de pasta encima y... Empieza a crepitar. ¿Que no sabéis que es crepitar? ¡A crujir!, vamos, ¡¡¡que se estaba planchando!!! ¿A cuántos miles de grados podía estar ese plato?
Desde luego la cara que puso mi profesor no tuvo precio, lástima de foto... Hay una primera vez para todo, y creo que ésa fue la primera vez que vio semejante cosa... Yo solo puedo decir... FI-LI-PAS.

Ahora, hay que decir que, allí donde mi reacción habría sido intentar tirarme por la ventana y, viendo que estaban enrejadas, cortarme las venas con un cebollero malurrio de esos que había, el causante del estropicio no podía parar de reir, mientras mi profesor afilaba su puntilla para clavársela en el ojo... Qué diver, chicos.

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